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El color naranja de la esperanza

El color naranja de la esperanza

La expectativa es real. Una expectativa que se confunde con el optimismo y un optimismo que desata, naturalmente, la más inusitada de las euforias. La expectativa, la esperanza, la euforia y las aguas tranquilas que corren por debajo del puente de Tirry tienen un signo. La irreverencia. Y un número. El 32. Y un nombre. Víctor Mesa Martínez.

Que ha devuelto a los matanceros lo que ya casi ninguno creía merecer. El legítimo derecho de pensar en los play off. O quizás, sin tanta premura, de pensar en una actuación decorosa. Esto es: ganar con honor, perder con honor, ensuciar el uniforme con honor.

El honor, aunque no lo parezca, es una de las claves. Un concepto, a primera vista, en desuso, pero que bien entendido puede marcar la diferencia. El hollywoodense Víctor sabe lo que quiere. Y cómo lograrlo. Suele ser irónico, y atrevido, y perspicaz. Suele ser exagerado. Sale al terreno quién sabe para qué. Posiblemente para nada importante. Solo para desatar la algarabía.

Entonces va hacia donde los árbitros y gesticula y hace como que se pelea, aunque quizás no se esté peleando, porque Víctor es muy astuto para eso, y los árbitros asienten y hacen como que sonríen, pero en verdad se están diciendo, para sí, qué clase de tipo este, imposible de predecir, y luego Víctor regresa al dogout y el Victoria de Girón, un estadio acostumbrado a la desidia, lo aclama en pie y ruge su nombre y uno se pregunta qué fue lo que hizo, y en verdad no hizo nada, apenas conversó dos o tres palabras y saludó con la gorra, lo mismo que suelen hacer el resto de los directores, solo que se trata de Víctor, y Víctor, quién no lo sabe, es un director distinto. El mejor, y el más original.

Tan bueno es, que hay quien lo considera muy malo. Por su temperamento y por sus riesgosas estrategias. Pero no hay en Cuba un filósofo de su estirpe. Nadie les sabe más a los peloteros, nadie se cuela por donde él lo hace. Si no, a qué se debe el hecho de que haya decidido dirigir Matanzas. El equipo más decepcionante de los últimos quince años, la única provincia que nunca ha visto un play off. Y esto, cuando Matanzas es, no la mata, sino el bosque de la tradición en el beisbol cubano: El Palmar de Junco, la liga de Pedro Betancourt, cinco series nacionales hasta 1991.

Víctor Mesa supo entonces que tenía mucho que ganar y poco que perder. Quizás no logre clasificar (yo creo que sí, aunque puede que no), pero ya casi nadie duda que eso no es lo más importante. Ahora hay orden, armonía, exorbitantes expresiones de júbilo. Matanzas, si tal término cabe, era un derroche de apatía. Ahora es el exacto retrato de su manager.

Han trascendido, en poco tiempo, dos historias exquisitas.

El equipo pierde un partido porque entre la segunda y el right cayó un fly noble, que debió ser out. Rumbo al hotel, según cuentan, Víctor detuvo el ómnibus y cerca de la playita El Tenis, en pleno Matanzas, bajó a ambos jugadores y les repartió,  a cada uno (o quizás haya sido entre los dos), alrededor de doscientos batazos.

Puede parecer exagerado, pero días después perdieron por una mala decisión suya, entonces Víctor se tomó del brazo, le dijo a los jugadores esta va por mí, y para el asombro general corrió siete kilómetros.

Si es cierto o no lo que se cuenta, ya no reviste la menor importancia. La gente no fabula sobre cualquiera. Algo de verdadero hay, o algo de verosímil. Uno llega a pensar, por la frecuencia con que es mencionado, que se trata de un mito. Pero Víctor no es un mito. Es real. Y sale al terreno. Y el Victoria, que antes no llegaba a las dos mil personas, y que ahora ronda las quince mil, y que antes, como los demás estadios, se desgañitaba gritándole payaso, se pone de pie y aplaude. No importa lo que el hombre haga, pues en verdad solo se para ahí, y sonríe, con unas libras de más, con más arrugas, y a la afición, sin muchas explicaciones, le parece diferente.

Pero la cuestión es simple. Víctor Mesa se tragó la gloria.

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